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Feel The Inspiration

Julia Morgan, Ciudadana Kane

¿Qué tienen en común la iglesia de Santa María la Mayor de Ronda, el magnate de la comunicación William Randolph Hearst, el traficante de arte Arthur Byne y la película Ciudadano Kane? Una sola persona. Hoy nos acercamos a la apasionante vida de la primera arquitecta en ser reconocida con la medalla de oro del American Institute of Architecture, Julia Morgan, impulsora del característico estilo Spanish Colonial Revival que hizo furor en los años dorados de Hollywood.

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Nacho Carratalá

Un pequeño instante que lo cambió todo

Cuando en 1914 Julia Morgan recibió una llamada de la secretaria de William Randoph Hearst, tampoco le sorprendió demasiado. Al fin y al cabo, ya había contactado con ella cuatro años antes para diseñar una casa de vacaciones en Sausalito, una villa maravillosa a pie de playa que nunca llegó a construirse. De hecho, mientras cruzaba el gran hall del San Francisco Examiner, no albergaba muchas expectativas y, desde luego, no estaba nerviosa. Quizá fuera porque había conocido a la madre de Hearst antes que al hijo y eso le hacía ver las cosas de otra manera, por mucho poder que tuviera, por muy temible que se presentara y por muy arteras que fueran sus prácticas profesionales.

Habían pasado ya 15 años desde que Hearst, con la colaboración de Pulitzer, decidiera prender la mecha de la insurrección cubana para provocar una guerra a base de manipulación y mentiras. Y, aun así, el tiempo no le había pasado factura; seguía siendo un tipo imponente, muy alto, con una mirada azul heladora y plenamente consciente de su grandísimo poder. Siempre dispuesto a alimentar su propia leyenda negra. Capaz de todo y en plena expansión de su imperio.

Cuando Julia Morgan entró en el despacho, Hearst se levantó de inmediato. Reinaba cierta penumbra y la escasa luz atravesaba el aire sesgada en decenas de haces a través de unas persianas metálicas. Cada mueble, minuciosamente tallado, parecía pesar lo mismo que un barco. Aquel hombretón, peinado con la raya en medio, también. Era tan corpulento como lo recordaba, pero se movía con soltura, mientras los rayos de luz lo recorrían como veloces líneas discontinuas. Se acercó, tomó sus manos entre las suyas e inclinó levemente la cabeza: “Señorita Morgan -le dijo- Siéntese, por favor. Esta vez tengo un encargo muy importante para usted”.

Y no mentía. Le acababa de confiar el diseño de la sede de su segundo gran periódico y, según muchos, su favorito: Los Angeles Examiner. Cuando Julia Morgan abandonó aquel oscuro despacho, abarrotado de muebles y de obras de arte europeas de los siglos XVI, XVII y XVIII, ya tenía una idea muy clara de lo que pensaba hacer. Y estaba segura de que a Hearst le iba a encantar.

Aquel edificio fue el ejemplo a seguir para el estilo neocolonial que se puso tan de moda entre el star system hollywodiense de los años 20 y 30: grandes aleros, portadas barrocas, artesonados policromados y bajorrelieves platerescos, sin olvidar las rejas de forja toledana y los suelos de mosaico. Un grandioso ejercicio de eclecticismo no exento de encanto y con una fantástica bis cinematográfica. Esos interiores misteriosos, oscuros, presididos por una gran chimenea y una escalera interminable marcaron una época en la gran pantalla. Y si no, que le pregunten a la decadente Norma Desmond de Sunset Boulevard.

En la actualidad, aquel edificio está complemente restaurado y forma parte de la University City Exchange. Cada día, cientos de estudiantes cruzan sus puertas y se internan en su espectacular vestíbulo sin percatarse de que transitan por una de las pocas construcciones de Los Ángeles que gozan del máximo nivel de protección. Una distinción con la que Hearst estaría completamente de acuerdo, porque el Examiner le gustó tanto que se convirtió en el germen de su mayor obsesión: el Castillo Hearst, San Simeón en la realidad y el mítico Xanadú en Ciudadano Kane.

Y, como no podía ser de otra manera, Morgan fue la elegida para llevarlo a cabo… O, al menos para intentarlo.

El Castillo Hearst, San Simeón, La Colina Encantada… Xanadú

300 kilómetros cuadrados en la costa central de California. Sí, 300 kilómetros cuadrados, incluyendo un promontorio de casi 500 metros de altura conocido como La Colina Encantada, así, en castellano. Según Hearst, “el lugar más hermoso del mundo”, o lo que es lo mismo, el sitio perfecto para construir “una sencilla residencia de verano”. Eso le dijo a Julia Morgan. Digamos que luego se le fue de las manos.

Antes siquiera de que pudiera presentarle los primeros bocetos, Hearst escribió a Morgan para informarle del cambio de planes. Por el momento construirían tres villas; la Casa del Mar, la Casa del Monte y la Casa del Sol; y, mientras tanto, irían diseñando y construyendo la Casa Grande. Tan grande como 6.363 metros cuadrados, con 14 salones, 42 cuartos de baño y 38 dormitorios. ¡Ah! y 30 chimeneas, imprescindibles en California. Luego llegaron las piscinas interiores, las exteriores, el aeródromo, las pistas de tenis y las cebras, los leones, los osos, las jirafas, los pumas, los leopardos… Suponemos que una cosa llevó a la otra.

Y para hacer realidad semejante proyecto, Julia Morgan tuvo que trabajar codo con codo con Hearst -y, en ocasiones, contenerlo-. Además, al magnate no le valía con reproducciones de obras de arte, por muy bien hechas que estuvieran. Quería piezas reales y tenía a la persona adecuada: Arthur Byne, un marchante de arte responsable del expolio consentido de unas cuantas obras maestras de nuestro patrimonio. Byne se llevó tantas, que muchas de ellas acabaron en un enorme almacén del Bronx y fueron subastadas tras la muerte de Hearst. Otras, en cambio, fueron incluidas en el tetris arquitectónico que Morgan estaba encajando en San Simeón, como el artesonado mudéjar del convento de San Bernardino de Siena, que ahora recubre el techo de la enorme biblioteca; o la sillería gótica del coro de la catedral de la Seu d’Urgell, que flanquea la gran mesa del comedor principal.

También hubo otras que no pudieron incluir, por más que intentaran convencer al mismísimo Alfonso XIII, como la portada tardogótica del palacio de los duques de Arcos, hoy instalada en el real Alcázar de Sevilla. En esa ocasión, no les quedó más remedio que reproducirla para la fachada principal de la Casa Grande, como sus dos torres gemelas de 48 metros, inspiradas en Santa María la Mayor de Ronda.

Pero ¿por qué Julia Morgan conocía tan bien el arte español gótico, renacentista y barroco?

Morgan más allá de Hearst

Aunque Heart fuese un coleccionista compulsivo y le fascinase el arte español de los siglos XVI, XVII y XVIII, también le gustaban los templos romanos -se compró uno para decorar la piscina exterior de San Simeón- o los tapices italianos -los ponía como quién pone láminas de Ikea-. Entonces ¿por qué la Casa Grande no se parece al Partenón, o a el Palazzo della Signoria de Florencia? Para responder a esta pregunta, debemos volver al edificio de Los Angeles Examiner. Porque, no solo tenía sentido esa arquitectura pseudoespañola y neocolonial en una ciudad como Los Ángeles, además Morgan conocía los edificios históricos españoles de primera mano.

Cuando, con 18 años, ingresó en la escuela de ingeniería de Berkeley, Julia no podía imaginar que acabaría siendo la primera arquitecta titulada por la École des Beaux-Arts de Paris. En realidad, la primera arquitecta titulada que realmente ejerció como tal, aunque tuviera aprender un idioma desconocido y luchar contra la consigna académica de que aquella no era una carrera para señoritas. Tras dos intentos fallidos con pretextos, digamos, imaginativos por parte del jurado, su tercer examen fue el decimotercero mejor de todos los aspirantes. Entonces, ya no hubo excusas; Julia pasó a ser la primera alumna de la institución, recorrió Europa de punta a punta y se gradúo con honores en 1902, después de que su proyecto fin de carrera ganase el primer premio de la escuela.

Precisamente durante su estancia en París, fue cuando conoció a la madre de William Randolph Heast, Phoebe Hearst, que quedó impresionada con la fuerza y la determinación de la joven arquitecta; hasta tal punto que se ofreció para sufragarle sus estudios y su estancia en la capital francesa. Una oferta que Julia declinó y que tuvo un efecto inmediato en Phoebe: se convirtió en una auténtica embajadora de su talento y llegó a recomendarla a su arquitecto de cabecera, John Galen, junto al que proyectó La Facultad de Minería y el Teatro Griego de la Universidad de Berkeley.

Dos edificios que son Monumento Nacional desde 1981 y que fueron el detonante de que Julia Morgan decidiera establecerse por su cuenta y convertirse en la primera arquitecta profesional de California, lo que le daba derecho a fundar su propio estudio y a contratar colaboradores. Corría 1904 y dos años después le llegó su gran oportunidad. El Hotel Fairmont de San Francisco se había incendiado y sus propietarios sabían que el campanario de Morgan para el Mill’s College había resistido el devastador terremoto de San Francisco. El secreto, su innovadora estructura de hormigón armado.

Un año después, el nuevo Fairmont estuvo terminado y la calidad de la reforma terminó de consolidar el buen nombre de la arquitecta y le abrió las puertas del imperio Hearst, ya liberada de mentores y socios.

Mucho más que la arquitecta de Xanadú

Aunque su nombre se encuentre irremediablemente ligado a las propiedades y a los periódicos del William Randoph Hearst, Julia Morgan fue mucho más que su arquitecta. Con más de 700 proyectos, fue una de las más prolíficas de su generación, superando incluso al onmipresente -y casi omnipotente- Frank Lloyd Right.

Para hacer frente a semejante volumen de trabajo, Julia fue contratando a más arquitectos y, en 1927, ya tenía 14 empleados, de los cuales 6 eran mujeres. Su activismo fue discreto, pero incesante. Siempre que la tarea lo permitía, confiaba la elaboración de los elementos ornamentales a artistas y artesanas y colaboraba regularmente financiando proyectos de formación para mujeres. Además, sus edificios para la Young Women's Christian Association, con los que perdía dinero, consiguieron articular el funcionamiento de la asociación a nivel nacional: la dimensión y la relevancia comunitaria de sus espacios los convirtieron en centros de referencia, cuya acción social trascendió los límites marcados por la orientación religiosa de la institución.

Vestida con chaqueta, corbata y sobrero masculino, Julia se convirtió en la arquitecta más prestigiosa de Berkeley. Una posición que mantuvo hasta 1951, cuando, con 79 años decidió cerrar su estudio. Solo unos meses antes había muerto William Randolph Hearst y, a pesar de que no había hecho nada para él desde 1947, su correspondencia fue lo único que salvó de toda la documentación. Fuera como fuese, el gran manipulador, el creador de la prensa amarilla, fue, curiosamente, uno de los que más apreciaron la valía profesional de la arquitecta y uno de los pocos en tratarla de tú a tú.

El resto del archivo, tras ofrecerlo a sus respectivos clientes, fue destruido. Aunque hubo algo anterior que sí quiso conservar. Algo que tenía un significado especial. Como el trineo de Ciudadano Kane, Julia tenía su propio Rosebud: sus dibujos de la École des Beaux-Arts. Después de una vida de éxito profesional, de haber sido una pionera y una inspiración para generaciones de arquitectas, lo realmente importante eran aquellas láminas, ya amarillentas y de colores desvaídos. El testimonio material de antes de que todo ocurriera, cuando los caminos estaban marcados y ella decidió abrir uno nuevo. Desde entonces, hasta su muerte, se dedicó a viajar sola por el mundo, tal y como siempre había hecho.

Bonus track: el reconocimiento

En 2014, el American Institute of Architects concedió a Julia Morgan su Medalla de Oro, la máxima distinción que un arquitecto puede obtener en los Estados Unidos y la primera vez que la recibía una mujer. Sin embargo, no pudo asistir, porque el reconocimiento llegó 57 años tarde. Muy tarde, en realidad, aunque algo menos que el obituario del New York Times, publicado en 2019.

Por desgracia, estas dos acciones tan necesarias no estuvieron exentas de polémica, ya que se vieron enturbiadas por un debate injusto y bastante absurdo. Algunos se lanzaron a cuestionar su legitimidad comparando la obra de Morgan con la de su contemporáneo Frank Lloyd Wright, como si su libertad para ejercer la arquitectura pudiera equipararse.

La genialidad de Wright es innegable, pero basta decir que ni siquiera tuvo que acabar la carrera de ingeniería que Morgan sí obtuvo antes de estudiar arquitectura. El arquitecto de Wisconsin cursó dos años, tras los que abandonó la universidad y comenzó a trabajar en el estudio de Louis Sullivan, uno de los máximos exponentes de la Escuela de Chicago. Poco después creó esa maravilla que es la Casa Winslow y rompió las reglas de la arquitectura contemporánea. Sí, Frank Lloyd Right fue un genio, pero también pudo serlo.

Y ello no resta ni un ápice de valor a los intentos tardíos de la profesión por restituir el papel de Morgan en la arquitectura. Porque, aunque parezcan oportunistas -sobre todo tras la polémica del Pritzker que habría merecido Denise Scott Brown ex aequo con su premiado marido Robert Venturi- no son nuevas. Y su prestigio y su valor tan a destiempo palidecen cuando leemos un texto de 1929: el que leyó el jurado académico de la Universidad de California cuando nombró a Julia Morgan doctora honoris causa. Con él os dejamos:

“Distinguida alumna de la Universidad de California, artista e ingeniera; diseñadora de viviendas sencillas y de casas señoriales, de grandes edificios proyectados noblemente para promover las actividades centralizadas de sus conciudadanos; arquitecta en cuyas obras la armonía y las proporciones admirables aportan placer a la vista y paz a la mente.”

Nacho Carratalá.

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