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La Herencia de Coderch

Durante los últimos años de su vida, Coderch se consagró noche tras noche a un proyecto que nadie le había encargado. Sin bajar al estudio, trabajando de madrugada, tumbado en su cama, casi escondido bajo las sábanas. Poco a poco, después de miles de correcciones, de sus manos fue surgiendo un puzle que solo su aparejador podía encajar. Era su legado, La Herencia; el edificio perfecto, capaz de crecer y de decrecer a voluntad, en horizontal y en vertical. Hoy os contamos su historia.

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Nacho Carratalá

A medida que los cuatro hijos de Coderch se iban emancipando, en la cabeza del arquitecto se fue gestando una idea. Ya no necesitaban tanto espacio. En realidad, apenas habitaban la mitad de la casa, pero la otra mitad seguía ahí, inutilizada, ocupando un espacio vacío y sin cumplir su función. ¿Por qué no podían sencillamente deshacerse de ella? O mejor, ¿por qué no podía otra casa quedarse con esas habitaciones vacías?

De Coderch se ha dicho hasta la saciedad que era un arquitecto de planta. Es decir, que no diseñaba en altura, sino en plano. Su preocupación no era el volumen del edificio; era la habitabilidad de los espacios. Siempre consideró que todas las habitaciones tenían derecho a estar en la fachada. No podía soportar la idea de un patio interior y se obsesionaba con la orientación y el soleamiento de cada estancia. Una serie de convicciones que fue poniendo en práctica en algunos de sus proyectos más representativos, pero, sobre todo, en dos fundamentales; las viviendas del Banco Urquijo y los bloques de Cocheras de Sarrià, de 1967 y 1968, respectivamente.

Si vemos las plantas de ambos edificios, reconoceremos de inmediato esas fachadas quebradas tan características de su arquitectura. De hecho, fue en el edificio de Cocheras donde hizo un descubrimiento que para él fue una auténtica revelación: consiguió establecer un sistema de estructura invariable que permitía plantear un abanico de distribuciones enorme. Es decir, una infinidad de tipologías que partían de un esquema rígido. Si ponía la cocina, el salón y una habitación con baño en un extremo, el resto de las habitaciones quedarían al otro y podían ser compartidas por dos viviendas. Solo tenías que decidir cuántas necesitabas y bastaría con quitar un armario o ponerlo. Entrar y salir del apartamento de al lado. Mover el tabique y ampliar o menguar. Desde un dormitorio hasta seis. ¿Por qué no?

Sobre el papel funcionaba, pero, por una vez, decidió ir más lejos. No se quedó en la planta, sino que empezó a pensar en alzados. Corría 1969 y tenía fresca una solución que había empleado en el proyecto de Cocheras. Una vez más, la clave estaba en los armarios, que no tenían forjado, lo que permitía unir los pisos verticalmente mediante una escalera de un tramo. Aquello posibilitó una gran flexibilidad comercial en el proyecto original, pero, llevado al extremo y sumado a la modularidad horizontal, podía dar lugar a un edificio que funcionase como un verdadero cubo de Rubik.

A lo largo de los años 70, mientras su salud se iba deteriorando, su proyecto maestro iba creciendo. Fue en ese momento cuando Coderch empezó a llamarlo “La Herencia” y, al nombrarlo, le dio materialidad. Uno de los hijos de Coderch, Pepe, también arquitecto, no duda en escoger este proyecto puramente teórico como la obra predilecta de su padre. Solía decir que los haría millonarios. No a él, que ya se veía en el final de sus días, sino a sus hijos y a su aparejador, Jesús Sanz. Sin embargo, el hijo de Sanz, que estudió arquitectura y trabajó personalmente en el proyecto, cree que el nombre era metafórico. Dice que Coderch solía afirmar: “esta es mi herencia y esto es lo que os voy a dejar”, como si fuera su legado profesional. Quizás fuera las dos cosas.

No obstante, a pesar de su temperamento irascible y de sus legendarias muestras de orgullo, Coderch no era un arquitecto “estrella”. No tenía ínfulas de genio, ni aspiraciones de posteridad, más allá de hacer bien su trabajo. Es cierto que era de una honestidad brutal, que decía siempre lo que pensaba y que, en ocasiones, lo hacía para provocar, pero lo que realmente lo definía, más allá de cualquier salida de tono, era una autoexigencia patológica. Nunca estaba satisfecho con su trabajo. Hacía y deshacía mil veces cada proyecto hasta que su aparejador lo frenaba ante el peligro de perder al cliente. Seguramente por eso trabajó tanto en La Herencia. Porque él era su propio cliente y no podía perderse a sí mismo. Más bien al contrario; él era su cliente ideal, aquel que lo obligaba a formular y reformular cada detalle hasta la obsesión. Esta vez sin que Sanz lo cortase para tener algo que entregar a un cliente impaciente.

Podía pasarse las noches en vela y no bajar al estudio en días. Entonces, una mañana cualquiera, a eso de la una, aparecía por allí y le entregaba al hijo de su aparejador un croquis arrugado para que lo tradujese a algo comprensible. Algo que pudiera ver con claridad, para saber qué era lo siguiente que quería cambiar. Y así hasta el infinito. El problema era que, en el estudio, ni sus hijos ni su aparejador compartían el entusiasmo. Sencillamente no podían permitirse perder el tiempo en un proyecto que no iba a realizarse. No era una buena época y había que trabajar duro para mantenerse a flote.

Mientras Coderch rompía un cheque en blanco delante del presidente de IBM y le decía aquello de “los Coderch no están en venta”, en casa había que vender la cubertería de plata. Ya había pasado antes, cuando en 1959 el arquitecto se dedicó en cuerpo y alma a otro proyecto: Torre Valentina. Una especie de resort en el Costa Brava cuyos apartamentos escalonados podían modularse según las preferencias del propietario. Una idea muy similar a la del Banco Urquijo y a la de La Herencia, aunque formalmente distinta. No buscaba en este caso una planta perfecta, sino una flexibilidad de tipología absoluta, hasta 26 combinaciones distintas. El inconveniente es que había que venderlo antes de construirlo, ya que después cada apartamento sería inmutable. No cabía esa suerte de intercambio de habitaciones a posteriori.

Desafortunadamente, Torre Valentina nunca llegó a construirse y la familia casi se arruina. Por eso, en esta segunda ocasión, sus hijos y su aparejador decidieron seguir trabajando en los otros proyectos. Mientras tanto, Coderch se perdía en su búsqueda particular del edificio perfecto. Le debía parecer que él iba por un lado y su estudio por otro, porque, en abril de 1984, siete meses antes de su muerte, acabó regalándoselo al todopoderoso constructor Juan Huarte. Su hijo Pepe, en el fantástico libro de Pati Núñez, Recordando a Coderch, lo relata así: “Recuerdo perfectamente el día en que mi padre le regaló La Herencia a Juan Huarte. Estábamos trabajando en el despacho a última hora de la mañana y llegó a visitar a mi padre. Subió hasta su cuarto y, al cabo de un rato, me llamó mi madre para que subiera, que arriba estaban todos revolucionados, y que fuera a vigilarlos. Me encontré a mi padre buscando bolsas de basura de dimensiones descomunales y llenándolas de planos del proyecto que le acababa de regalar. De forma que, cuando Huarte salió a la calle, llevaba nueve o diez bolsas de basura gigantescas. Se metió como pudo en el taxi y se llevó todos los planos de La Herencia”.

A pesar de ello, Coderch siguió trabajando en su idea hasta su muerte. Es más, ya en Junio, gravemente enfermo, le envió a Huarte un último estudio para un bloque de protección oficial en Cerdanyola del Vallés. La Herencia era viable y se podía aplicar a un proyecto real. Un proyecto real que nunca llegó a construirse por falta de financiación.

Tras la muerte del arquitecto, Huarte decidió seguir con su legado y le confió toda la documentación a Sáenz de Oiza, quien retomó el trabajo y en 1999 replanteó los planos de La Herencia, esta vez firmados como “Coderch-Sáenz de Oiza”. Aunque fuera sin su creador, por fin parecía que la cosa iba adelante, pero no pudo ser; el arquitecto navarro murió menos de un año después y el proyecto cayó en el olvido. Los planos de Oiza quedaron en su estudio sin que nadie acertara a adivinar de dónde había salido aquella colaboración póstuma de los dos arquitectos. Por otro lado, los planos de Coderch, aquella cantidad ingente de trabajo, se guardaron sin más en un almacén propiedad de los Huarte. Nunca llegaron a clasificarse. No se sabía qué eran o a qué proyecto correspondían, porque, en realidad, no correspondían a ningún proyecto. La Herencia era un ideal que podía aplicarse a cualquier situación. Era el edificio perfecto. No uno, sino todos.

Muchos años después, con motivo de la exposición conmemorativa del 101º aniversario del nacimiento de Coderch, los comisarios Ginés Górriz y Elina Vilà empezaron a tirar del hilo. Los hijos del arquitecto habían hablado de La Herencia y, gracias al hijo de Jesús Sanz, consiguieron identificar el proyecto entre los millones de documentos que guardaban los Huarte. Así pues, el desenlace es que no hay desenlace: podría decirse que Coderch consideró todos sus proyectos construidos como proyectos inacabados. Nunca los habría hecho así. Nunca los habría hecho. Pero los dos que nunca llegó a construir, Torre Valentina y La Herencia; esos fueron sus dos únicos proyectos acabados.

Referencias bibliográficas: Recordando a Coderch (2016) de Pati Núñez / Mitad fábrica, mitad convento: la casa Tàpies (2015) de Antoni Pérez Mañoses / Análisis de Torre Valentina de Cortes Puig, Miguel Angel; Giner Ruiz, Maria; Mushom, Line Agnete; Sevilla Peñaherrera, William.

Texto: Nacho Carratalá.

Fotos: recordandoacoderch.org / joseantoniocoderch.org / urbipedia.org / hicarquitectura.com / Pinterest / Plataforma Arquitectura.

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