El gran Fernando Higueras dijo que Le Corbusier a pesar de ser un mal arquitecto, había sido el primer propagandista genial del arte moderno. Y, sin embargo, hablaba con orgullo del reconocimiento que el mismo Le Corbusier había hecho de su proyecto de vivienda social en la UVA de Hortaleza en el X congreso de la Unión Internacional de Arquitectos.

Algo hay de místico en su figura. Más bien mucho. Durante años ha sido intocable, hasta el punto de atribuirle en exclusividad el diseño de mobiliario cuya autoría correspondía casi en su totalidad a Charlotte Perriand, incluidos los icónicos sillones, sofás y chaise longues de tubos metálicos. Tampoco se ha hablado mucho de su antisemitismo, su satisfacción por la invasión alemana de Francia y sus contactos con el gobierno colaboracionista de Vichy.

Aquel mantra de “Todos los genios son controvertidos” sigue funcionando. Y, si bien es cierto que su manejo de la propaganda era formidable -algo de lo que también sabía lo suyo Frank Lloyd Right-, no es menos cierto que sus obras marcaron un antes y un después en la historia de la arquitectura. Formalmente, desde luego, pero no solo. También sus teorías urbanísticas, su evolución hacia el brutalismo y su ansia de modernidad siguen desarrollándose hoy en día y generan nuevas interpretaciones. Podría decirse que Le Corbusier no tiene fin, que es moderno sin caducidad, como también lo es Mies van der Rohe. No cuesta hablar de él en presente y por eso resulta especialmente interesante revisar uno de sus proyectos más ambiciosos, arquitectónica, social y políticamente: El Palacio de los Sóviets.

En 1931, Stalin seguía haciendo planes para cambiarle la cara a Moscú. La idea era erigir un emblema de la revolución, algo enorme, inédito en el mundo. Y el lugar elegido fue La Catedral de Cristo Salvador, derribada ese mismo año, convertida en la mayor piscina climatizada del mundo en los 50 y reconstruida milimétricamente en los 90. Como si nada hubiera pasado; solo el fantasma de un coloso que no llegó a construirse.

A los 44 años, un proyecto de tal envergadura suponía para Le Corbusier la posibilidad de crear el símbolo de un régimen nuevo, en el que la arquitectura oficial, a pesar de su posterior currículum brutalista, empezó con ciertas tendencias clasicistas. Nada ajeno, por cierto, a lo que ocurrió en la Alemania de Hitler, en la Italia de Mussolini, o en la España de Franco, aunque es verdad que los italianos lo hicieron con mucho más gusto.

Quizás esa querencia por lo clásico debía haber alertado a Le Corbusier sobre sus posibilidades reales de ganar el concurso. Una competición internacional en la que la URSS lo invitó a participar a cambio 2000 dólares, como a todos los demás. Pero nuestro protagonista no era uno más y respondió a la invitación objetando que su participación no costaría menos de 4000 dólares. “Ni para ti ni para mí”, debieron pensar los organizadores; le ofrecieron 3000. Y aceptó.

Para el centro del comunismo mundial, que debía contener oficinas, bibliotecas, restaurantes y dos auditorios, Le Corbusier planteó un gran arco parabólico del que se suspendían unas gigantescas vigas para dar forma al auditorio principal. A partir de ahí, el arco ha sido interpretado de mil formas: como la hoz de la hoz y el martillo, como el recorrido del sol -una idea recurrente en Le Corbusier-, o incluso como un yugo libre de caballos, lo que convierte al edificio en un carro que no necesita ser tirado, pues es el pueblo quien lo mueve. Una muestra más de la habitual necesidad de encontrar un simbolismo, o una intencionalidad trascendente, en todas las grandes obras de arte.

Pero es que, en Le Corbusier, realmente hay un simbolismo y una filosofía detrás de todo. Quizás se deba, volviendo a Higueras, a esa voluntad propagandística que lo llevaba a “sacar cinco libritos de cada proyecto”. Sea como fuere, en su Mensaje a los estudiantes de arquitectura, al hablar de la proeza estructural del auditorio, lo hizo, atención, de la siguiente manera: “esta sala, casi tan grande como la plaza de la Concordia, está desprovista de todo punto de apoyo; ¡ella es sostenida, al igual que Judith sostiene la cabeza de Holofernes, por los cabellos!”. Nada más y nada menos.

Y, si seguimos con el show business, en el Palacio de los Sóviets destaca el interés por la puesta en escena: la teatralización de la política a través de la arquitectura. En su fantástico artículo titulado El proyecto del Palacio de los Sóviets de Le Corbusier: metáfora y símbolo, Marta Úbeda y Daniel Villalobos, recuerdan unas palabras de Le Corbusier que ponen los pelos de punta. Es más, después de leerlas es imposible no pensar en las tendencias filonazis del arquitecto y en las imágenes de los congresos del Tercer Reich en el Campo Zeppelín, diseñado por Speer.

Dijo Le Corbusier: “Para mover a tanta gente, se necesita un fin. Propuse un uso múltiple: tribuna política, porque, en definitiva, es el gran Papa de los tiempos modernos; allí los oradores podrán pronunciar sus discursos; a continuación, propuse que hubiera teatro; después desfiles para complacer a todo el mundo; al final, fiestas gimnásticas gigantes ¿Por qué no? Se llega a uno de los límites extremos donde entra en juego el fluido de las multitudes. Obviamente, esto es un poder considerable”.

Así, además de la gran sala para 15.000 personas y la otra para 6.500, también se planteó un gran espacio al aire libre para 50.000 personas dispuesto sobre una plataforma que era también el vestíbulo del auditorio. Y, para garantizar, que todos pudieran ver y escuchar al orador, Le Corbusier lo situó en su propia concha amplificadora en la tribuna, en lo alto de la plataforma. Como un elemento destacado y teatral. Un único punto de atención para las masas.

Pues bien, para horror del arquitecto de la modernidad, su proyecto fue descartado y -oh, sorpresa- ganaron los rusos Iofan, Schuko y Gelfreikh. Su proyecto consistía en una mole pseudoclasicista enmarcada en el denominado Gran Estilo. Y grande era, desde luego. Más de 400 metros de los que 100 correspondían a una gigantesca estatua de Lenin. Un pastiche colosal que indignó a Le Corbusier y lo hizo poner en marcha su maquinaria de contactos. Primero escribió a su amigo Nilolaj Kolly, que formaba parte del comité encargado de elegir el proyecto definitivo; y después al mismísimo Stalin, a través del CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna) y su órgano ejecutivo, el CIRPAC (Comité Internacional para la Resolución de los Problemas de la Arquitectura Contemporánea).

Después de dos cartas a Stalin explicando hasta qué punto el proyecto de Le Corbusier sintetizaba el espíritu de la revolución, todos los intentos fueron en vano. También lo fueron las constantes descalificaciones sobre la capacitación de los arquitectos elegidos y el pataleo generalizado a todos los niveles posibles. Se le había escapado la oportunidad de crear otro símbolo irrepetible en la historia de la arquitectura. Sus pirámides, su Partenón. Ni se le pasó por la cabeza pensar que pasaría a formar parte del imaginario colectivo más por Villa Saboya, que por Chandigarh.

FOTOS: Takehiko Nagakura, Jot Down, Pinterest, Documentalium, Reddit, El País, Plataforma Arquitectura.

Referencias Bibliográficas: El proyecto del Palacio de los Soviets de Le Corbusier: metáfora y símbolo de Marta Úbeda y Daniel Villalobos (2014); Le Corbusier: concursos y palacios de Fernando Zaparaín (2012); y El Gran Palais. Proyecto y arquitectura en el Palacio de los Soviets de Le Corbusier y Pierre Jeanneret de Gregorio Ponce (2018).

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