Muchas veces, al pensar en la arquitectura industrial, no somos capaces de desligarla del gris, el ruido y la contaminación. Imaginamos las calles desiertas de un polígono en mitad de ninguna parte, ya a la caída del sol, con las moles gigantescas de hormigón cerniéndose sobre nosotros. Y tiene algo de postapocalíptico.
Sin embargo, gracias a su condición fundamentalmente utilitaria y a sus variadas necesidades estructurales, esta arquitectura ha sido pionera en multitud de soluciones de ingeniería, desde el siglo XIX, hasta el día de hoy. Alejados de los fastos de los grandes centros institucionales y del estatus de los residenciales de diseño, muchos de estos enormes edificios han transcendido su función y se han convertido en referentes por mérito propio.
En esta ocasión os invitamos a dar un paseo por el panorama fabril español para ver qué destino han tenido algunos de sus hitos arquitectónicos. Os avisamos de que su suerte es desigual: de la destrucción más incomprensible, a reinventarse para transformar toda una ciudad.
Cuando los laboratorios Jorba pidieron a Miguel Fisac un edificio distintivo, ni siquiera su autor imaginaba que estaba a punto de crear su obra más emblemática. Corría el año 1965 y Fisac estaba cansado del racionalismo y más aún del pastiche neoherreriano que había imperado en los primeros años de la dictadura. Desde su viaje por Europa, en 1949, andaba dándole vueltas al organicismo escandinavo, algo que ya era una realidad en todo el mundo, pero que a España solo había llegado en fotografías. Por eso, las formas paraboloides de aquella torre supusieron un golpe de efecto en el Madrid más anquilosado, una revolución técnica y estética que, no obstante, fue acogida con agrado por la mayoría de los ciudadanos. Hasta el punto de que pronto se convirtió en una parte imprescindible del paisaje de la capital, algo que no debió de entender su alcalde cuando decidió dejarla fuera del catálogo de edificios protegidos. La Pagoda, único ejemplo español en la exposición del MoMA Transformations in modern architecture, sucumbió sin previo aviso en el desértico verano de 1999. Las excavadoras destruyeron sus míticos contornos entre las protestas de jóvenes arquitectos y del propio Decano del Colegio de Arquitectos. Desde el ayuntamiento no se quiso hacer nada. Solo con el nuevo edificio sustituto construido, se vio el error. Y se intentó subsanar: se barajó la posibilidad de reconstruirla en otro lugar. La respuesta de Fisac fue la siguiente: “Me parece una tomadura de pelo”. Seguro que tenía toda la razón.
En 1973, Ricardo Bofill estaba en lo mejor de su carrera. Acababa de lograr un estilo propio y una proyección internacional gracias a proyectos como La Muralla Roja en Calpe, o el Walden 7, en Sant Just Desvern. Un estado de gracia perfecto para cruzarse con una vieja fábrica de cemento abandonada; un enorme catálogo de ruinas colosales con un trazado laberíntico. Miles de metros cuadrados de acero y hormigón fraguado a principios del siglo XX que daban cabida a 30 silos, cuatro kilómetros de túneles subterráneos y una gigantesca sala de máquinas. Vamos, el sitio perfecto para crear un hogar. O eso fue lo que debió de pensar Bofill, quien, en poco más de dos años, había conseguido derribar casi un 60% de las instalaciones originales. Su pretensión era dejar al descubierto las líneas maestras La Fábrica; la que sería el estudio de arquitectura y la residencia del genial arquitecto barcelonés. Así, rodeados por un fantástico jardín mediterráneo, encontramos el estudio, que ocupa seis de los diez silos que quedaron en pie; la catedral, con más de diez metros de altura de espacio adaptable; la residencia, con su gigantesco salón y sus estancias privadas; y los apartamentos para invitados, que ocupan los cuatro silos restantes. El resultado es un auténtico universo surrealista de escaleras y estructuras convertidas en esculturas, todo ello teñido de un extraño romanticismo brutalista.
Resulta difícil desligar el nombre de este complejo industrial de la función que cumple en la actualidad. Porque lo que fue el epicentro de la industria cárnica madrileña es ahora uno de los proyectos culturales más ambiciosos de Europa. Todo comenzó con la necesidad de crear unas instalaciones que pudiesen abastecer al Madrid de las primeras décadas del siglo XX en condiciones de salubridad e higiene. Y, mejor todavía, si podía ser un poco lejos de las calles de la ciudad; una pretensión que fracasó estrepitosamente, ya que el distrito de Arganzuela pronto pasó a formar parte del trazado urbano. Así y todo, el matadero mantuvo su actividad hasta 1996, aunque su parte noroeste ya había sido mutilada por la M-30 y muchas naves de la zona norte estaban prácticamente abandonadas. Tras sobrevivir a una posible demolición y ser incluido en Catálogo de Edificios Protegidos, su futuro uso se debatió entre museo de arquitectura, multicines, biblioteca, o centro comercial. A pesar de que, durante los 90, los establos ya acogían la sede del Ballet Nacional de España y la Compañía Nacional de Danza, no fue hasta 2005 cuando comenzó la transformación de la zona sur en un centro para el desarrollo de actividades culturales. Hoy en día, Matadero integra las Naves, el Intermediae, la Central del Diseño, la Factoría Cultural, el Centro de Residencias Artísticas, la Casa del Lector, la Cineteca y la Extensión AVAM, entre otros espacios polivalentes. Una buena muestra de conservación del patrimonio industrial que ha impulsado la cultura y el arte para transformar por completo la vida de sus vecinos.