El puente es una construcción que integra y asimila el lugar que alcanza, de tal manera que ambos extremos pasan a ser destino y origen y solo el punto central queda como testigo de lo que un día fue una frontera. Un muro natural infranqueable convertido en una línea imaginaria que ocupa lo que dura un paso. Todo esto que parece muy abstracto, pero podemos comprobarlo en nuestras propias ciudades.
Hoy te presentamos los puentes que han cambiado nuestro país, aquellos que supusieron todo un logro técnico, los que han marcado el camino a seguir, los que han llegado a ser un icono y los que han cambiado la vida de toda una ciudad. ¿Te apetece cruzarlos con nosotros?
El puente de Vizcaya, o sencillamente puente colgante, es mucho más que un medio para cruzar de Guecho a Portugalete sobre la ría de Bilbao. Su origen se remonta a la época dorada de la industria metalúrgica en el País Vasco, justo a finales del siglo XIX, en pleno auge de la arquitectura de hierro de la Revolución Industrial. Su construcción tuvo lugar entre 1890 y 1893, pero antes hubo que diseñar una estructura que cumpliese tres condiciones indispensables: la primera, no entorpecer la navegación; la segunda; ser capaz de transportar personas y carga con regularidad; y, la tercera, ajustarse a un presupuesto razonable. Para llevarlo a cabo, el proyecto tuvo una doble autoría de expertos en estructuras de acero. Por un lado, el arquitecto Alberto de Palacio y Elissague, conocido por participar en el diseño de la Estación de Atocha y el Palacio de Cristal, y, por otro, el ingeniero francés, Ferdinand Joseph Arnodin, quien aplicó los mismos principios en el puente trasbordador de Rochefort. Estos dos discípulos de Gustave Eiffel, valoraron la posibilidad de un puente giratorio, uno levadizo, o un túnel submarino, pero finalmente optaron por el primer puente transbordador que se construyó en todo el mundo. Un coloso sostenido por cuatro torres de 61 metros de altura sobre las que descansa una viga de 160 metros que recorre una plataforma a 45 metros sobre las aguas del Nervión. Hoy en día sigue en funcionamiento y ahorrando 20 kilómetros de recorrido por carrera. Todo un record para este icono de la ingeniería internacional, cuyo valor fue reconocido en 2006 con la declaración de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
El puente de la Constitución de Cádiz de 1812 es una de las obras de ingeniería civil más complejas de la historia reciente de nuestro país. No solo es el puente atirantado con mayor luz de España, con 540 metros; además es el tercero de Europa, tras el Puente de Normandía y el Puente de Rio Antirio. Sin embargo, esa solo es la parte atirantada, ya que el puente en su totalidad tiene más de tres kilómetros. Unas proporciones extraordinarias que, al igual que el Puente de Vizcaya, debían complementarse la necesidad de permitir la navegación, solo que en este caso, los requisitos era mucho más exigentes: no podía existir un tope de altura. Los Astilleros de Puerto Real y San Fernando necesitaban que el puente permitiese el paso de enormes estructuras y para ello se optó por incluir un tramo desmontable de 150 metros de longitud. Una sección que puede ser izada y luego vuelta a colocar sin comprometer su integridad estructural. A pesar de que su parte atirantada cuenta con el segundo mayor gálibo vertical sobre el mar (solo un metro menos que el Puente del Estrecho Verrazano en la desembocadura del Hudson, con 70 metros), los aerogeneradores para alta mar que fabrican los astilleros pueden llegar en el futuro a tener mástiles de 250 metros, lo que nos brindará la oportunidad de ver la operación de montaje y desmontaje en repetidas ocasiones. Sin lugar a dudas todo un espectáculo de la ingeniería que, con sus 188 metros de altura, domina la silueta de la capital gaditana.
La vanguardista visión que Zaha Hadid supo dar a cada una de sus obras, también la encontramos en este gran proyecto diseñado para la Exposición Internacional de Zaragoza de 2008. Con el agua como referente, este puente se configura como un gran edificio horizontal en forma de gladiolo que se tiende sobre el Ebro para cubrir una distancia de 270 metros. Bajo su apariencia fluida y sus formas suaves, se esconde la mayor obra de cimentación de nuestro país. Al contar solo con dos apoyos laterales y uno central en una isla natural del río, la inestabilidad del lecho fluvial obligó a profundizar hasta unos sorprendentes 70 metros de profundidad; un hito solo comparable a la instalación de la estructura desde tierra firme, donde fue construida, hasta unir las dos orillas. Porque, al fin y al cabo, es un puente, pero, además de poder ser transitado por peatones, también alberga salas de exposiciones y espacios acristalados que muestran algunas de las mejores perspectivas de la capital aragonesa. Un espacio cultural único que, sin embargo, limita su uso natural como pasarela al horario de visitas.
El puente de Arganzuela no forma parte de esos titanes de la ingeniería que acabamos de ver en Cádiz y Bilbao. Sus dimensiones son más modestas, pero su papel es crucial para Madrid Río, una de las remodelaciones urbanísticas más ambiciosas de Madrid. Un gran proyecto que empezó con el soterramiento de la M-30 Sur y que continúa con el progresivo ajardinamiento de las márgenes del Manzanares. Sus 278 metros vuelan sobre el parque y el río para unir los distritos de Carabanchel y Arganzuela y solventar parte de la brecha geográfica y social que la principal circunvalación de la capital ha ocasionado entre los barrios de la Almendra y los de fuera. Proyectado por Dominique Perrault, quien comandó también el diseño de la Caja Mágica, fue inaugurado en 2011 y su silueta helicoidal ya es todo un icono madrileño que ha redefinido y revolucionado los límites meridionales de la ciudad.