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Archilovers

La casa de Molezún

La actividad creativa de Molezún nace de la continua transformación de lo existente. Un viaje permanente de análisis, conocimiento y reinvención, que comenzó con una Lambretta C125 y una tienda de campaña y terminó con un barco y una casa que volaba sobre el mar. Como si estuviera a punto de partir. Llena de aparejos, tambuchos, literas y una proa de granito y hormigón que a día de hoy sigue cortando las olas del Atlántico.

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Nacho Carratalá

 

 

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Vista de la pleamar desde la terraza de La Roiba.

 

Hay figuras históricas que se esconden tras una leyenda contada siempre por otros. Molezún no hablaba de sí mismo, no relataba sus viajes ni divagaba sobre sus obras. Era un hombre de acción, hasta en su propio proceso de reflexión. Intentaba comprender el mundo y luego buscaba la manera de mejorarlo; de hacer que funcionase mejor. Y lo hacía como un artesano, con sus manos; construyendo un tecnígrafo con piezas de una bicicleta, o añadiendo un caballete a un asiento plegable para que su hija pudiera aprobar la asignatura de Análisis de formas. Desmontando y montando. Dibujando para comprender y convencido de que “No hay nada complicado, solo hay que esforzarse más o menos para entenderlo”. No, Molezún no hablaba de su vida, porque la vivió hasta el último día. Sin nostalgias, sin añoranzas. Desde su casa de La Roiba, con la vista puesta siempre en el horizonte. Literalmente.

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Vista de La Roiba con la antigua fábrica de salazón al fondo.

La Lambretta

 

En 1949, con 27 años y recién titulado, Ramón Vázquez Molezún recibió el apoyo del director de la Escuela de Arquitectura de Madrid para optar a una beca en la Academia de Bellas Artes de España en Roma. Su mentor, López Otero, le recomendó que viajara, que viajara mucho. Y aquella recomendación lo cambió todo. Porque obtuvo la beca: cuatro años en Roma. Cuatro años para salir de la España autárquica y recorrer Europa. Cuatro años a lomos de una pequeña Lambretta C125 y 100.000 kilómetros por delante. Toda Italia, Alemania, Francia, Reino Unido, Bélgica, Dinamarca…

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Molezún con su Lambretta C125.

Fiel a su condición de artesano, Molezún no dejó la moto tal cual la había comprado, sino que la transformó en una extensión de sí mismo. Tanto en lo práctico, como en lo emocional. Quitó unas partes, modificó otras, ganó espacio para el equipaje, para la tienda de campaña, para los dibujos, pero también ganó un medio de contacto directo con cada lugar que visitaba. Ganó espacio interior y espacio exterior. Aquella Lambretta le permitía parar en cualquier momento, dormir en cualquier parte y entrar hasta el centro mismo de las distintas ciudades. Detenerse a contemplar, a fotografiar, o a pintar. Se trataba de un medio de transporte que era una experiencia en sí mismo: el tiempo de viaje, una reflexión, y el tiempo de reflexión, un viaje.

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Molezún durante su pensionado en Roma.

De aquellos años, dejó como legado algunos artículos para la Revista Nacional de Arquitectura, muchas pinturas y sus pasaportes, unos documentos que marcan los pasos de su enorme bagaje arquitectónico. Ya en 1951 asistió la exposición Sixty Years of Living, que repasaba la trayectoria de Frank Lloyd Wright a través de algunas de sus obras más importantes. En ella, además de los preceptos de la arquitectura orgánica, nuestro protagonista descubrió la preferencia del maestro de Wisconsin por las tramas hexagonales, las cuales consideraba que “se adaptan al movimiento humanos mucho mejor que las formas geométricas rectangulares”. Una revelación que da sentido a dos obras posteriores: el célebre pabellón de los hexágonos de la Exposición Universal de Bruselas de 1958 y las menos conocidas viviendas de renta limitada de Lugo.

También fueron importantes sus viajes al Festival of Britain, en Reino Unido, y a la Constructa Bauausstellung, en Alemania, dos exposiciones fundamentales en las pudo ver sendas perspectivas sobre la reconstrucción de países en postguerra. Ambos con necesidades urgentes, escasez de materiales y métodos constructivos deficientes, lo que sería de vital importancia en sus planteamientos arquitectónicos ya de vuelta a España. Como también fue crucial su visión de la arquitectura nórdica, en un viaje a Dinamarca junto a su primo Manuel Suárez Molezún y al pintor y escultor Amadeo Gabino. O lo que es lo mismo, dos Vespas y una Lambretta junto las obras de Jacobsen, Utzon, Kristensen, o Fisker.

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Portada de Molezún para la Revista Nacional de Arquitectura.

 

De aquel último periplo de su beca romana, Molezún se asombró con el “tremendo sentido práctico y el cuidado de la realización, hasta el punto de que el cariño y la terminación del trabajo prevalecían sobre la nobleza de la materia”. Y con ello humanizó el racionalismo de sus anteriores viajes, lo trasladó a una escala ajena a la monumentalidad de muchas obras del Movimiento Moderno. Convirtió los fríos preceptos de la Bauhaus en algo habitable, donde los materiales jugaban un papel esencial, como veremos en la casa que nos ocupa, su refugio de La Roiba.

 

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Salón de La Roiba.

 

El Misterio de la Santísima Dualidad

 

Así los llamaba el arquitecto Juan Daniel Fullaondo: Corrales y Molezún, Molezún y Corrales, el “Misterio de la Santísima Dualidad”. A finales de los años 50, la unión de José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún era la punta de lanza de la arquitectura española. Cada uno con una visión completamente distinta, pero complementaria. Juntos tocaron el cielo de la vanguardia internacional con el mencionado pabellón de los hexágonos, ganador del premio de Arquitectura en la Exposición Universal de Bruselas de 1958.

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Entrada principal al pabellón de los hexágonos.

 

Un éxito tras el que desarrollaron una carrera conjunta de la que muchos esperaban más o, quizás, algo distinto. Así, mientras el Atomium, competidor directo en la Expo del 58, se convertía en un símbolo de Bruselas, el pabellón de los hexágonos se instaló en la Casa de Campo de Madrid, desvirtuando su composición original. Luego acogió ferias agrícolas y, finalmente, se abandonó, dejándolo a merced de los elementos y el vandalismo durante 30 años. Pero, mientras su obra cumbre se iba convirtiendo en una ruina, Corrales y Molezún continuaron su colaboración con proyectos tan icónicos como los edificios del Banco Pastor y Bankunión.

 

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Edificio Bankunión.

 

Ajenos a las expectativas de su inicio meteórico, los arquitectos no establecieron una alianza formal: "La colaboración entre nosotros es especial porque no tiene normas, está basada en nuestra amistad y el respeto mutuo ante nuestros trabajos. No se trata de una aportación tecnológica y otra artística, sino que los dos partimos de una creación y un interés por el proyecto". De hecho, a lo largo de su trayectoria profesional, ambos trabajaron individualmente y con otros arquitectos, sin que ello supusiera un paréntesis en su obra conjunta.

Fullaondo decía que Corrales y Molezún “encarnan respectivamente los dos lóbulos del cerebro: el hemisferio izquierdo, visual, verbal, lineal, controlado, dominante, cuantitativo sería José Antonio; mientras que el derecho, espacial, acústico, holístico, simultáneo, emocional e intuitivo, quizás represente más cumplidamente a Ramón. Un solo arquitecto y dos personas distintas”.

 

La Roiba

 

Resulta curioso el modo en que nuestros refugios se transforman en hogares al final de la vida, como si hubiera que alejarse del propio pasado, o retirarse de lo cotidiano en un primer estadio de la muerte, convertido ya todo el tiempo en ocio. Sea como fuere, en 1966 Molezún y su mujer, Janine, llegaron a Bueu buscando una casa de vacaciones. Querían ver unas ruinas frente a la ría de Pontevedra, pero no consiguieron que se las vendieran. Entonces se fijaron en otras cuatro paredes de granito junto a una rampa, directamente sobre la arena de la playa. Eran las letrinas de una fábrica de salazones ya cerrada. Y esas ruinas sí se las vendieron. Así nació el refugio de La Roiba, la casa que parece navegar.

 

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Terraza de La Roiba.

 

Molezún afronta su diseño como lo haría un armador. La idea es crear un barco de hormigón, eternamente anclado a tierra, pero capaz de participar de las corrientes del Atlántico, de fluir con la pleamar y quedar varado en bajamar. Capaz también de resistir el oleaje y de trasmitir todo ese movimiento al interior, para que dé la sensación de que la travesía no se detiene.

 

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Ventana del salón.

 

Desde el salón, el mar llena todo el paisaje a través de una fenêtre en longeur muy al estilo de Le Corbusier, con carpinterías tipo Pierson, habitualmente empleadas en la construcción naval. Una inspiración náutica que llega a cada rincón de la casa y que alcanza su máxima expresión en los dormitorios, auténticos camarotes de superficie mínima equipados con literas abatibles. Igual de marineros que los bancos originales del salón, o el tambucho, que se abre mediante poleas y que une la parte superior con el pañol, un espacio ubicado bajo la casa y abierto a la playa. En él, el arquitecto guardaba su dorna, una embarcación típica gallega a la que, según decía, le había cambiado tantas piezas que no quedaba en ella ningún trozo de madera original. Molezún disfrutaba tanto o más reparándola que saliendo a navegar.

 

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Domitorio-camarote.

 

En la parte superior, y ante la falta de terreno, el jardín de la casa es su cubierta, que además recoge el agua de la lluvia y la conduce a un aljibe. Allí también está la lareira, protegida por una pérgola móvil, y, junto a ella, un patio, al que da la cocina y las pequeñas aberturas de los dormitorios posteriores. Todos estos espacios configuran un área de recreo en la que se tiene la impresión de estar en un barco y cuya volumetría se modificó a finales de los 70. El motivo fue la incorporación de dos nuevos dormitorios y su ejecución se realizó de manera impecable, con un cuerpo de sección triangular que semeja la vela de un barco e integra el viejo volumen de las letrinas, convertidas en baños y depósitos de agua.

 

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Pañol con algunas embarcaciones del arquitecto.

 

Molezún quiso que a la casa se entrase como a un barco; desde el muelle, que es la calle, y desde el mar, que discurre bajo la terraza. Y, como en todo velero, no podía faltar la bañera de popa, una terraza que vuela sobre las olas, tan solo apoyada en un pilar, permitiendo el ir y venir del agua durante los temporales. Precisamente en esa terraza transcurría gran parte de la vida en La Roiba. A ella se abre el salón mirando al sur y, desde ella, con la marea alta, se puede saltar al mar. Sin embargo, también es uno de los puntos débiles de la casa. Más aún desde la construcción de un espigón en el puerto de Beluso, que redirige las olas hacía la estructura y que terminó por ocasionar graves daños al voladizo. Unos daños cuya reparación motivó la campaña de micromecenazgo Reconstruye La Roiba, que, afortunadamente, consiguió sus objetivos y permitió la conservación de la vivienda sin alterar su configuración.

 

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Vista de la casa antes de su ampliación, con la dorna de Molezún en la rampa.

 

Cuando Ramón falleció en 1993, su mujer, Janine, se trasladó a la casa donde habían sido más felices. Allí vivió hasta su muerte en 2019 y allí permanece la memoria de los dos, la dorna del arquitecto y sus ingenios de poleas; también su banco de trabajo, listo para montar, desmontar y transformar la realidad, comprendiendo su funcionamiento y mejorándolo, para que sus engranajes sigan rotando, para que la vida no se detenga. Para que el viaje nunca termine.

 

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Molezún preparando las velas para navegar.

 

Bonus track

 

Cuenta Fullaondo que Molezún solía responder al teléfono con voz de “viejecita achacosa” para librarse de las llamadas indeseadas. Una costumbre que ponía de los nervios a Charo Huarte, hija del todopoderoso empresario Juan Huarte.

Siguiendo con los teléfonos, a José Antonio Corrales le sacaba de quicio la manía de Molezún de responder a clientes importantes de la siguiente manera: “Al habla, frutería y huevería El sueño de Navalcarnero”. Una costumbre que no perdió en los últimos años de su larga enfermedad, cuando, ante una llamada del propio Corrales, Molezún respondió: “Aquí, la Funeraria Pompas Fúnebres Hijos de Baró…”

Cuando no había teléfonos de por medio, Molezún no dudaba en esconderse en los armarios de su despacho si el visitante no era de su agrado.

La Roiba sigue en manos de familia Molezún. Sus hijos, en especial María, se han ocupado de preservar el legado y la casa continúa abierta a las visitas, como siempre lo ha estado.

 

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Las fotos que acompañan el artículo se han realizado en la exposición Ramón Vázquez Molezún. Paisajes, organizada por el COAM y abierta al público hasta el 13 de enero de 2023.

Para escribir este artículo, se ha consultado: A Roiba, una casa que navega. El refugio de Ramón Vázquez Molezún, de Silvia Canosa; La moto de Molezún. Registro fotográfico de la Lambretta C125  durante el viaje europeo de un pensionado en Roma, de Enrique Colomés y Carlos Martín; La herencia de Herrera de Pisuerga, de Yolanda Mauriz; Sir José Antonio y Sir Ramón, de Daniel Fullaondo y María Teresa Muñoz; y Los viajes des-velados de Ramón Vázquez Molezún, de Marta García Alonso.

 

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