No es el más alto, ni lo fue en su momento; tampoco ahora serán dos torres, sino una. Ni siquiera iba a ser un edificio de oficinas. Y quién iba a decir que perdería su elemento más reconocible, el enchufe art decó que lo coronaba. Menos aún que precisamente esa seña de identidad no estuviera contemplada ni por asomo en el proyecto original. En fin, que, con semejante historial, ya podemos intuir que estamos ante un proyecto especial. Seguramente el más cambiante y uno de los más controvertidos de España. No en vano, ya lo fue en sus inicios, cuando miles de madrileños vieron como sus 20 plantas iban creciendo de arriba abajo.

Los inicios

La plaza de Colón que conocemos hoy no tiene nada que ver con la que existía solo unos años antes de comenzar la construcción de las torres. De la actual se ha dicho que es un conjunto deslavazado de elementos inconexos, una suerte de totum revolutum donde cabe un conjunto escultórico brutalista, el edificio neoclásico de la Biblioteca Nacional, la estatua neogótica de colón, una bandera de España de proporciones colosales, una escultura temporal de Plensa que ya es casi indefinida… Y las Torres, claro. Como referencia constante, dominando el puzle.

Muy distinto era el panorama a principios de los 60, con la vetusta Casa de la Moneda ocupando el espacio que hoy es la plaza y el palacio afrancesado del Duque de Uceda, rodeado de sus jardines, en lugar de la mole del Centro Colón. Y justo en la esquina de enfrente, en el solar de las futuras torres, la casa-palacio de Don Luis de Silva y Fernández de Córdoba, donde también vivió el escritor Benito Pérez Galdós. Todo muy decimonónico y, las cosas como son, muy homogéneo y bastante coherente en su conjunto.

El desmadre, urbanísticamente hablando, llegó en 1964, con la adquisición de los dos palacios por el promotor Ezequiel de Pablos y la inmobiliaria Osinalde, que encargaron sus respectivos proyectos a Antonio Perpiñá y a Antonio Lamela. Los arquitectos, en lugar de plantear sus edificios individualmente, decidieron presentar una propuesta conjunta al ayuntamiento y en 1966 se aprobó el proyecto de “Ordenación de la Plaza de Colón”. En él, se describía la estructura de Lamela como “una unidad arquitectónica de marcada verticalidad” y se preveían 40 plantas de altura, algo que al arquitecto le pareció desproporcionado y completamente fuera de lugar.

Para solucionarlo, Lamela decidió desdoblar esas 40 plantas en dos torres y, cuando le dijeron que dos torres no eran una unidad arquitectónica, argumentó que no eran dos torres, sino un par de torres: lo que le valió la aprobación del proyecto en 1968.  Un proyecto que partía de una mínima ocupación del suelo y una maximización del espacio en altura. Todo para dar esa superficie a los peatones y facilitar el acceso a los niveles inferiores de los edificios.

Bajo esas premisas, la arquitectura suspendida parecía la solución perfecta. Aunque, en el caso de las Torres de Colón, el concepto se llevó al extremo. Un extremo muy extremo, si tenemos en cuenta que, por aquel entonces solo había 14 edificios en el mundo construidos con esta técnica y ninguno de ellos con una estructura atirantada de hormigón pretensado. Entonces, ¿por qué se hicieron así?

La construcción

Como todo en las Torres de Colón, nada era lo que luego ha sido. Tampoco la estructura prevista. Con las obras empezadas, quedó claro que era imposible dar cabida al número de plazas de aparcamiento exigidas en la normativa municipal. Con poco más de 1700 metros cuadrados y teniendo que acoger dos torres de 20 plantas, el espacio en los cimientos era tan insuficiente hizo falta presentar un nuevo proyecto en 1969. ¿La solución? Dos núcleos de hormigón como único sustento en lugar del tradicional entramado de pilares. Así se conseguía liberar al máximo el espacio bajo rasante sin perjudicar la superficie útil de las torres, que, por aquel entonces, iban a tener un uso residencial.

La idea consistía en coronar cada núcleo con una cabeza desde la que se colgaban los tirantes que debían sostener y comprimir las plantas. Una cimentación inversa que empuja los forjados hacia la parte superior, donde el empuje se reparte en la cabeza y se transmite al núcleo, que a su vez lo trasmite, ahora sí, a favor de la gravedad, hasta el suelo. Esto que suena muy complicado y que técnicamente fue un prodigio, lo explicó Lamela con una claridad exquisita y una taza de café en la mano:

“Imaginémonos que la taza tuviera un soporte vertical como base, como una copa. Las cargas suben por las péndolas pretensadas que rodean la fachada (que sería el cuenco de la copa), y que se comprimen contra la cabeza de la torre (la servilleta). Luego bajan por el núcleo central (el fuste de la copa). Es decir, el edificio no cuelga hacia abajo, sino que se comprime hacia arriba, contra la cabeza. Funciona al revés de la construcción tradicional, lo que permite, en las tres plantas basamentales comerciales y en el garaje, liberar espacio libre, sin pilares”.

El problema llegó en 1970, con los núcleos terminados y las cabezas en construcción: el 7 de Julio, el alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro, decidió paralizar las obras y ordenar la demolición inmediata del proyecto “por no ajustarse a la ordenación aprobada y considerar inadmisible un aumento de la altura y del número de viviendas”. Antonio Lamela siempre achacó esta decisión a motivaciones políticas y al ansia de notoriedad de Arias Navarro, quien ya se postulaba para la presidencia del Gobierno.

Finalmente, se demostró que la obra cumplía la normativa, ya que las tres plantas de altura extra que alegaba el ayuntamiento correspondían a las cabezas y no a superficie habitable. Pero, entretanto, los dos núcleos permanecieron desnudos, para estupor de los madrileños, incapaces de atisbar por dónde iba a ir ese proyecto tan extraño con dos torres raquíticas de hormigón. Tampoco es que el asombro terminase cuando, tras tres años de pleitos, la obra se retomó y vieron cómo los pisos se iban construyendo en sentido inverso al de cualquier edificio convencional. Nada más terminarlo, Osinalde se lo vendió al entonces empresario de moda: nada más y nada menos que José María Ruíz Mateos, todavía sin disfraz de Superman.

Todas las Torres de Colón

Si Ruiz Mateos compró un edificio de oficinas, fue gracias a la paralización de las obras. El proyecto, en sus inicios nació como residencial de lujo –“alto standing” para los snobs de la época-, pero, después de la aventura judicial, se obtuvo como contraprestación un cambio de uso. Con ello, no solo se consiguió un beneficio mucho mayor, sino también la posibilidad de instalar una fachada vertical, sin terrazas que interrumpieran y restasen protagonismo a los elementos estructurales.

De hecho, en los primeros proyectos, llaman la atención las grandes terrazas que ocultan por completo la estructura. Un rasgo que, incluso en esta fase residencial, se fue retrayendo en beneficio de mostrar los tirantes, aunque sin renunciar a crear un solo piso por planta, enorme y carísimo ya que, si hacemos cuentas, solo nos quedan 40 viviendas.

Tan caras y exclusivas eran, que la promotora decidió construir un piso piloto en una finca de Boadilla. Una rodaja de una torre con sus mismas dimensiones, distribución y proporciones, completamente funcional y decorada por los interioristas del estudio para que los clientes pudieran incluso pasar una noche antes de decidirse a comprar. Una pena que ya no exista, a pesar de haber sido utilizada como residencia particular hasta hace solo unos años.

Ante la duda de si realmente iba a haber público para un producto tan exclusivo, Osinalde decidió hacer un apartahotel turístico. Y en esas estaban cuando el ayuntamiento paralizó las obras y se consiguió cambiar su uso a oficinas. Las Torres de Jerez, a las que todos llamaban Torres Rumasa, fueron expropiadas y vendidas al grupo británico Heron International, quien a su vez las vendió al actual propietario, Mutua Madrileña.

En el 1989, se aprobó una nueva normativa de incendios y, para cumplirla, se instaló una viga que se ocultó con un gigantesco enchufe de cobre oxidado. Después se colgó de ella una escalera de incendios y comenzó otra etapa en la historia de las torres. Porque aquel elemento extraño, junto a un nuevo muro cortina de color dorado, dio a las torres un aspecto que, de primeras, no gustó a nadie, pero que, con el tiempo, se convirtió en un icono indiscutible de la arquitectura madrileña. El mismísimo Rem Koolhaas, en una visita a Madrid, permaneció impasible hasta llegar a Colón. Allí pidió al taxista que se detuviera, se asomó por la ventanilla y preguntó: “¿De quien es este trabajo”?

El trabajo era del mismo Antonio Lamela y lo diseñó para poder ser revertido en cualquier momento. Algo muy distinto del nuevo proyecto, quizás porque su ejecución ya no recae en el estudio de Lamela, ahora en manos de su hijo Carlos, sino en Luis Vidal, cuyo diseño se está llevando a cabo tras una gran polémica y gracias a una incomprensible ausencia de protección del edificio.

La parte positiva del nuevo proyecto es su sostenibilidad, ya que será el primer edificio de cero emisiones antes de que tal requisito sea obligatorio en 2022. Es más, el 10% de su consumo será autogenerado y el 20% procederá de energías renovables. Como contrapartida, se han perdido los fantásticos volúmenes brutalistas de la base y, por supuesto, se renuncia a su rasgo más identificativo: las torres de Colón dejarán de ser dos torres y dejarán de estar íntegramente suspendidas. Cuando terminen las obras, quedarán unidas y crecerán sobre las cabezas con un cuerpo superior apoyado en cada núcleo, sin ninguna continuidad estética con el diseño original. Esas nuevas plantas ya no flotarán contra la gravedad, no harán el imposible de “pesar hacia arriba”. Pesarán hacia abajo, como todas las cosas. Se acabó la magia.

Bonus track

En defensa de Vidal, cabe recordar el proyecto que Carlos Lamela presentó en 2017 para ampliar las torres. Un proyecto que fue aprobado por el ayuntamiento y que también crecía en altura, apoyándose en el núcleo. No obstante, también es justo decir que aquel proyecto guardaba una mayor coherencia en los elementos externos y, además, no prescindía de los volúmenes brutalistas inferiores.

Sea como fuere, os dejamos con un mensaje válido para cualquier proyecto de ampliación. Javier Manterola, uno de los ingenieros que calcularon la estructura, dijo: “No hay otro edificio igual y merece la pena mantenerlo como está y como se proyectó desde el principio. Eso desde luego. Ponerle más carga a este edificio, más empuje de viento, sería peligroso. Yo no me fio”.

Lo único cierto es que, si hay algo que no va en contra del espíritu del proyecto, es el cambio en sí mismo.

Referencias bibliográficas: Torres Colón: su proceso constructivo. Arte e innovación por Manuel Haro Ramos (2014) / Antonio Lamela y Torres Colón por Concha Esteban (2017) / Wikipedia / https://www.lamela.com/proyectos/torres-colon/

FOTOS: Estudio Lamela, Plataforma Arquitectura, Pinterest, El País, Algargosarte, Wikipedia, Twitter.

TEXTO: Nacho Carratalá.

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